La Goma de Borrar, fragmento de un cuento

1 de octubre de 2004 - numero_12

Gracias a la gentil colaboración de Florentino Álvarez, director de Multidis y representante exclusivo de las gomas Milan Factis para el Ecuador, podemos entregarles esta excelente pieza del escritor español.

La goma de borrar

La última noche que pasamos juntos y después de cenar, en la hora del café que resume el día, me leyó un breve poema, no más de ocho o diez versos, de un pulso y una intensidad inauditas. Le pedí que me lo dejara leer y, no sin dudar, me lo tendió. Estaba escrito a lápiz, con una letra pequeña y estirada.

Paladeé aquellas líneas, primero en silencio y luego moviendo los labios para hacer aquellas hermosas palabras más patentes. Es muy bello, le dije. Percibí la sombra de la desazón en sus ojos. Quizá no había acertado con la palabra adecuada a la hora de juzgar aquellos versos.

No estoy seguro, hay algo que no acaba de cuadrar, me respondió. Lo leyó para sí, se mordió el labio inferior hasta casi herirse. Movió la cabeza a un lado y otro, tachó palabras, escribió alguna nueva y, por fin, quizá advirtiendo cierta suciedad, tomó una goma de borrar blanca que estaba junto a la taza de café. Borró un verso o dos, luego, ante mi callada desesperación, borró todo el poema y sin despedirse fue al baño, se lavó los dientes y se echó a dormir.

Al día siguiente el desayuno se resumió en mantequilla y silencio, solo palabras de cortesía. Por la tarde, decidió irse, debía resolver algún asunto en Zaragoza. Nos despedimos y un momento antes de arrancar me dio las gracias por haberle abierto mi casa. Me tendió la mano y partió por la pista de tierra que conduce a la carretera general.

Fue por la tarde, después de comer solo y empezar a leer una excelente biografía de Charlie Parker, cuando me di cuenta de que la goma de borrar seguía sobre la mesa de mármol. En uno de sus extremos tenía una mancha negra, un plastrón de grafito.
Aquel hombre murió seis o siete años después y las revistas le concedieron sus páginas de homenaje. Una editorial de Valencia publicó su obra completa dos años más tarde.

La leí con fruición, admirando la arquitectura verbal que supo construir para explicar el mundo. Pero no encontré aquel poema. Pensé que lo podía haber arrastrado en el interior de su cabeza y que podía haberlo recuperado. Ni en la revista de la última provincia, ni en los papeles que dejó a su mujer, sólo le dejó papeles, recalcó el editor de la recopilación, estaba aquel poema que yo intentaba reconstruir en la memoria. De alguna forma no eran sus obras completas.

Les faltaba aquella goma de borrar que he conservado a lo largo de mi vida, de traslado en traslado. Y que aún, en determinadas tardes, observo y peso en mi mano. Ojalá pudiera leer su contenido. Esa mancha negra de uno de sus extremos guarda uno de los mejores poemas que nunca se haya escrito. O quizá fuera el coñac o su presencia los que lo convirtieron en algo tan bello; no, debiera haber dicho, algo tan estremecedor. Bebo un sorbo de coñac y siento en el inicio de la garganta, donde el buen sumiller paladea el último aroma, el desasosiego del homicida. La estupidez que nos cercó aquella noche, en aquel lugar tan apartado.

Adolfo Ayuso

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